
Antes de la Ilustración y el desarrollo del método científico, nacer con una enfermedad de las denominadas “raras”, con una malformación congénita o una deficiencia de tipo físico o psíquico podía convertirse en una doble “maldición”.
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Al drama de padecer una enfermedad que muchas veces no se interpretaba como tal –sino como un castigo de Dios o del diablo– y para la que no existía tratamiento, a menudo se sumaba la tragedia de ser considerado como un “monstruo” o “fenómeno” de la naturaleza.
Tal y como ya hemos visto en otras ocasiones, tanto en el Renacimiento como en el Barroco no fue extraño que nobles y monarcas reunieran en sus cortes, como mero divertimento o curiosidad, a personas aquejadas con dolencias de este tipo, ya fueran individuos con enanismo, gigantismo o ejemplos aún más llamativos.
La presencia de estas personas en ambientes tan “exclusivos” permitió que, en muchas ocasiones, acabaran siendo retratados por los artistas de cámara a petición de monarcas y señores, pues veían en tales retratos una forma inmejorable de dejar testimonio de las “rarezas naturales” que habían ido “coleccionando”.
Ese fue el caso, por ejemplo, de Eugenia Martínez Vallejo, una niña nacida en Bárcena (Cantabria) en la segunda mitad del siglo XVII, y que se convirtió en toda una celebridad por culpa de su enfermedad y de la publicidad que recibió después de que el rey Carlos II, el Hechizado, la hiciera llamar a palacio.
Cuando tenía apenas un año la pequeña Eugenia pesaba ya dos arrobas (unos 25 kilos), y cuando cumplió los seis tenía el tamaño de una mujer adulta y su peso había aumentado hasta las seis arrobas (más de 70 kilogramos). Aquella obesidad extrema para su edad estaba causada lógicamente por una enfermedad, pero en la época se vio como un portento de la naturaleza, y esa fue la razón de el rey la recibiera en palacio y terminara por “acogerla” en su corte, viviendo a partir de ese momento en el Real Palacio del Alcázar.
A partir de ese momento Eugenia pasó a convertirse en uno más de los divertimentos del rey, su historia se recogió en varias “relaciones de sucesos” publicadas en Valencia, Madrid y Sevilla y la población de la época la bautizó cruelmente como “la niña monstruo de los Austrias”.
Los dos retratos de Eugenia Martínez Vallejo realizados por Carreño | Crédito: Wikipedia.
Durante su vida en palacio la niña fue retratada varias veces, tanto en dibujos como en grabados y pinturas, aunque son precisamente dos lienzos –hoy conservados en el Museo del Prado–, los que nos han permitido conocer con gran detalle cómo fue aquella desgraciada muchacha que acabó inmortalizada por los pinceles de Juan Carreño de Miranda, pintor de cámara del rey.
En concreto, Carreño realizó dos retratos de la niña en 1680, el año en que ésta llegó a palacio. Uno de ellos es un desnudo en el que Eugenia aparece representada al modo de Baco, el dios del vino, mientras que el otro lienzo la representa ataviada con un rico vestido que el propio monarca le había regalado.
Al parecer estos retratos fueron realizados para ser vistos como una pareja, de modo que la desnudez y las carnes de la muchacha contrastaran con el rico vestido del otro cuadro. Pese a que la finalidad de las pinturas era hacer “alarde” de aquella “maravilla de la naturaleza”, no resulta difícil apreciar que Carreño procuró retratar a la pequeña Eugenia con cierta ternura y delicadeza.
Pero más allá de servir de testimonio de las crueles, ignorantes y supersticiosas costumbres de aquellos tiempos, las pinturas del artista asturiano han servido también como piezas de interés científico, en este caso en el ámbito de la medicina.
Tras examinar las características físicas de la muchacha, médicos de las últimas décadas han ofrecido distintas hipótesis para tratar de realizar un diagnóstico sobre la dolencia que pudo haber sufrido Eugenia Martínez Vallejo, que acabó muriendo a la edad de 25 años.
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Así, para el doctor Gregorio Marañón resultó evidente que Eugenia padecía un síndrome hipercortical, llegando a calificarlo como el primer caso conocido de este dolencia. En cualquier caso, parece no haber duda de que la obesidad mórbida que padecía la niña –y que fue el principal elemento de asombro para sus contemporáneos– tenía un origen hormonal, algo que estaba lejos de sospechar siquiera los galenos de aquella época.
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